Safir esta solo. Junto a él descansan 160.000 euros. No abultan mucho si los billetes son grandes, caben en el bolsillo interior de la chaqueta sin despertar sospechas. Está solo y junto a él una importante tentación. Más de lo que podía ganar en unos cuantos años de trabajo. Lo suficiente para que él y su familia, que le espera en Argelia, garanticen un tiempo de tranquilidad.
Es el kilómetro 54 de la Nacional-232.
Safir es un hombre de impulsos, su escasa reflexión, su escaso análisis de las consecuencias, le hace correr con 160.000 euros en el bolsillo interior de su chaqueta. Nadie le ve.
Junto a otros seis compatriotas, había dado un golpe aceptable. Pero 160.000 euros entre siete no es el mismo golpe que 160.000 euros para uno solo.
Safir llega a un descampado, está fatigado, mira a su alrededor, observa un matorral, se aproxima, busca unas piedras, mete su mano derecha en el bolsillo de su chaqueta, saca un sobre, introduce su mano en el matorral, deja el sobre, se aleja, coge unas piedras, regresa y las coloca encima del sobre.
No puede regresar a la casa del kilómetro 54 de la Nacional 232. A lo lejos ve a sus compatriotas que entran en la casa donde custodiaba los 160.000 euros. Le suena el móvil, es Mohamed, uno de los jefes de la red. No responde.
Safir sale a la Nacional. Acelera sus pasos. Sus compatriotas lo ven a lo lejos. Echan a correr. Le dan caza. Es el kilómetro 53.
Uno de sus compatriotas regresa a la casa, arranca una furgoneta, se aproxima hasta donde Safir está sujeto por cinco de sus compatriotas. Le introducen en la parte de atrás de la furgoneta, junto a él, cuatro de sus compatriotas, otro conduce y otro se sienta en el lado del copiloto. La furgoneta se mueve en dirección al kilómetro 13 de la Nacional 232.
Mohamed tiene allí una casa de planta baja, destartalada, sin cristales, desordenada, sucia, inhabitable. Safir tiene sus manos y pies atados, apenas puede moverse. Le bajan de la furgoneta, le arrojan dentro de la casa. Sigue atado de manos y pies, y ahora también a un somier sin colchón a la altura del pecho. Siente la cuerda presionando sus pulmones.
Sus seis compatriotas se acercan a él, le rodean, le preguntan por el dinero. No contesta. Uno de ellos coge un palo, le golpea en la boca del estómago, después en la rodilla y después en la cara. Safir está sangrando de la nariz y tiene una brecha en el pómulo izquierdo. No responde. Otro de sus compatriotas levanta la pierna y le clava el tacón en el estómago, otro le propina un puñetazo de nuevo en el estómago, otro le quita la ropa, está desnudo, le dan la vuelta, aproximan el palo a su ano, Safir chilla atemorizado. Su cabeza da vueltas.
Confesar es renunciar a años de tranquilidad, es morir; no confesar es vivir, hasta que aparezca el dinero.
Safir se mantiene firme. Le clavan el palo en la espalda, se retuerce de dolor. Sus compatriotas se dan y le dan un respiro, tienen miedo a que los gritos de Safir pongan en alerta a los vecinos. Hablan entre ellos, tiene que hablar.
(continuará)
Roberto Muro